//Año 499 E.C. (Era Común)
El oráculo de Nara. Una enorme y ancestral maquinaria sobre la que se construyó hace siglos el templo del mismo nombre, enclavado entre altas cumbres. Recubierta por una bóveda la gran estancia circular parecía pequeña, pese a los diez metros de altura de sus gruesas paredes de piedra, en comparación con el complejo mecanismo de poleas, ruedas y aros metálicos unidos por raíles que giraban lenta y pesadamente provocando chirridos y crujidos que resonaban en la cámara. Una llama se enroscaba en el aire en el centro de los engranajes, ardiendo en tonos azulados en espiral formando una esfera casi perfecta, era el corazón de aquel artilugio cuyo origen se perdía a través del tiempo. Los enormes aros metálicos de color dorado tenían escritas complejas runas que brillaban al paso de los distintos indicadores.
El resto del lugar, en contraste, era de lo más austero. La piedra gris, que conformaba las paredes y el techo, mostraba vestigios de haber tenido en el pasado algún relieve o fresco, que habían terminado devorados por la humedad y el paso del tiempo. Tan sólo rompían la rutina de la piedra doce pequeños tragaluces que iluminaban según la hora del día uno de los signos zodiacales representados en el suelo y que aún se podían distinguir con claridad.
Debido a la monotonía de controlar día tras día aquel monumental artilugio, la shaman vigilaba ante sí las secuencias rúnicas de uno de los tres atriles que, a modo de puesto de control, monotorizando su óptimo funcionamiento. Su piel blanquecina cual porcelana, cabellos lacios y oscuros, así como rasgos delicados evidenciaba su pertenencia a la etnia “doalfar”. Llevaba remangada su amplia túnica blanca con bordados florales en plata, dejando al descubierto parte de sus brazos, donde llevaban inscritas diversas runas que reaccionaban con la maquinaria.
Ni siquiera miraba a sus otras dos compañeras que hacían la misma función en sus correspondientes puestos, el oráculo interpretaba cada una de las alteraciones del mundo, ininteligibles para cualquiera que no hubiera estudiado durante años su funcionamiento. Un conocimiento fuera del alcance de cualquier mortal.
Sentía cada pequeña variación, oscilaciones en aquella armonía que provenía de las runas, que parecían seguir una partitura escrita por la mismísima diosa creadora, Alma. Sin una sola pausa desde hacía cinco siglos inundaba aquella melodía el espíritu de quien se acercaba al oráculo...
Silencio
Abrió los ojos asustada ante el súbito vacío que sintió en su alma para comprobar cómo las runas de su atril se habían quedado congeladas, sólo movidas por alguna distorsión como si algo les estuviera interfiriendo. El miedo atenazó su corazón al ver como la enorme estructura se había detenido y la llama de su interior se desvanecía. Una a una cada runa se fue desvaneciendo dejando tras de sí un silencio siniestro. Ella fue consciente de la gravedad del asunto y, al igual que sus compañeras, miró con temor e incredulidad aquella maquinaria que se había detenido engranaje tras engranaje como un moribundo exhalando sus últimos alientos. La luz del mundo que daba calor y confianza a quienes lo habitaban se había apagado.
No acertó a decir nada. De sus labios no surgía palabra alguna, sólo un temblor en su cuerpo que apenas le permitió coordinar sus piernas para no tropezar mientras subía las escaleras para anunciar tan terrible acontecimiento.
Alma había callado su voz.