Muy
lejos de las frías montañas de Noraik-Ard, al sur del Imperio, entre el océano
y las inhóspitas tierras Arene, donde el río Jarein se ramificaba antes de
desembocar dando origen a un grupo de fértiles islas. Sobre sus tierras aún se
erigían restos de los primeros asentamientos que databan de hace miles de años.
Incluso antes de su caída ante el Imperio, cinco siglos atrás, habían albergado
una rica ciudad comercial pero que, a día de hoy, sucumbía a las mafias y el
contrabando. Sobre las ruinas de antiguos templos y bibliotecas se levantaban
casinos y burdeles; esa era la realidad de la ciudad de Hazmín. Pequeñas casas
encaladas de apenas tres o cuatro alturas, cuyos tejados y terrazas cubrían
pequeños patios, que a su vez se mezclaban mediante retorcidas callejuelas y
oscuros callejones. Un complejo laberinto donde un hombre podía encontrar
cuanto deseara... o tal vez no. Pero nadie hablaría nunca sobre ello.
Comercio,
contrabando, trata... Cualquier cosa se movía bajo la permisiva administración
del gobernador. Pero de entre todos, había un lugar de sobra conocido donde
satisfacer cualquier inquietud, por deshonesta que esta fuera: «La Gata con
Botas».
Era
el lugar más exclusivo, donde se reunían hombres ricos y poderosos para
distraerse del mundo que los rodeaba entregándose a los placeres en la
privacidad de dicho local.
Aquel palacete cuya silueta recortaba la noche reflejada en numerosos estanques y rodeado de un exuberante jardín, en otros tiempos fue una de las residencias del virrey de aquella región sometida, cuya existencia como país independiente fue breve, al caer bajo el yugo del Imperio apenas veinte años después de su escisión de la antigua Galdabia durante la Guerra de las Lágrimas. A día de hoy no era más que una provincia medio desértica, de valor estratégico pero alejada del resto del mundo. Exótica porcelana traída de oriente, mobiliario trabajado por los mejores ebanistas de Arqueís, mosaicos y pinturas que sugerían escenas de naturaleza; nada estaba al azar en aquel lugar destinado a crear un ambiente relajado en sus salones de la planta baja. En las habitaciones tampoco se daba cuartel a la improvisación, y en una de ellas, ricamente adornada con tapices que evocaban días de caza, sobre una gran cama con dosel, esperaba el señor Russel, el dueño de uno de los bancos más importantes del país. Un hombre entrado en carnes, que se podían vislumbrar fácilmente bajo el batín que llevaba como única prenda. Sudaba copiosamente, en parte por el calor de la estancia pese al gran ventilador del techo, y por otro lado por la bella señorita que acababa de salir del baño.